Reflexiones de Semana Santa, Parte I
Durante la mañana y la tarde de aquel jueves Jesús se
preparó para la cena. Escogió el lugar, e hizo los demás arreglos. La muerte se
aproximaba y él lo sabía muy bien. Por eso quiso hacer una cena diferente, en
la cual lo más importante fuera la confraternidad con sus discípulos y en la
que pudiera expresar sus palabras finales para ellos.
Cuando todo estuvo preparado Jesús se quitó el manto que
vestía y se ató una toalla a la cintura, luego echó agua en un recipiente y
comenzó a lavar los pies de sus discípulos. Pedro fue el primero en
sorprenderse, y hasta se opuso. ¿Cómo era posible que el Maestro se vistiera
como un esclavo y quisiera lavarles los pies a sus seguidores? ¿Acaso no había
declarado ser el Hijo de Dios y estar revestido de todo poder? ¡Cuál no sería
la desilusión de los discípulos! Lo que ellos querían era ver a Jesús haciendo
demostraciones de poder y de superioridad, sobre todo ahora que la muerte los
amenazaba. ¡Pero no!, ahí estaba él vestido como un esclavo y dispuesto a
inclinarse hasta el suelo para lavarles los pies.
Avanzada la noche, y antes de servirse la cena, Jesús nos
enseñó que la verdadera grandeza se mide por nuestra capacidad de servicio a
los demás. Ser grande no es disfrutar del placer arrogante de ser servido por
otros, sino tener la disposición de servir a los demás —a quienes más nos
necesitan— y de hacerlo con desinterés y generosidad.
Para los cristianos, el jueves santo rememora la
institución de la cena del Señor o eucaristía, y en ella Cristo mismo nos
invita a servir a los demás así como también él lo hizo: «Pues si yo, el Maestro
y Señor, les he lavado a ustedes los pies, también ustedes deben lavarse los
pies unos a otros.Yo les he dado un ejemplo, para que ustedes hagan lo mismo
que yo les he hecho» (Juan 13.14–15).
Reflexiones de Semana Santa, Parte II
Caifás, como sumo sacerdote, convino con la muerte de
Jesús por considerarlo un blasfemo. Anás, sacerdote suegro de Caifás, investigó
a Jesús y decidió que era oportuno darle muerte porque sus palabras eran una
agresión al orden religioso de su tiempo. Herodes Antipas, el gobernador, y
Poncio Pilato el procurador, se burlaron de él y profirieron la sentencia por
conveniencias políticas. Todos por igual, religiosos y políticos, ciudadanos y
gobernantes, concertaron la muerte de Jesús y juntos lo condujeron al castigo
de la cruz.
La verdad es que Jesús sufrió una muerte violenta por ser
fiel a la verdad predicada y por hacer el bien. Su vida y sus principios atrajeron
la furia de muchos. No soportaron que sanara a un paralítico porque lo había
hecho el día equivocado; no admitieron que se acercara a los marginados y
excluidos; no aceptaron que hiciera milagros sin el consentimiento de la
jerarquía religiosa; no asintieron que el amor, como él decía, fuera la ley
suprema de la vida. Fue perseguido por presentar el rostro generoso de Dios y
por hacer presente, por medio de sus acciones, la bondad de ese Dios. Todo esto
irritó a quienes se arrogaban la supremacía de la fe y creían que el poder
político era intocable.
Jesús murió en medio de una oscura trama de equívocos
humanos. Es cierto. Pero su muerte tenía propósitos que trascendían el límite
de esa historia terrenal en cumplimiento de los propósitos establecidos por
Dios para la humanidad entera. ¡He ahí el meollo de su muerte sacrificial! En
la cena de la noche anterior había dicho: «Esto es mi sangre del pacto, que es
derramada por muchos para el perdón de pecados» (Mateo 26.28). Jesús vivió en
función de los demás y murió en coherencia con ese mismo destino. Se entregó en
la cruz y lo hizo para que todos tuviéramos perdón de pecados; esa fue una
entrega consecuente con su vida de servicio. Nada de absurdo había en ella;
tampoco nada parecido a un inesperado y trágico final.
La muerte de Jesús es una expresión del amor de Dios;
gracias a ella es posible el perdón del Señor: «El amor consiste en esto: no en
que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a
su Hijo, para que, ofreciéndose en sacrificio, nuestros pecados quedaran
perdonados» (1 Juan 4.10). Es el perdón de Dios y la reconciliación con él lo
que está en el centro de la celebración del Viernes Santo. Podemos, entonces,
entablar una nueva relación con Dios; estar en paz con él, coexistir en
relaciones armoniosas con los demás —que cuánta falta nos hace en este momento
de guerras infames—, y vivir una existencia reconciliada con nosotros mismos y
con la creación.
Todo eso es posible por medio del crucificado quien se
entregó y nos amó para que la entrega y el amor sean posibles entre nosotros.
¡Un mundo distinto es posible!
Este sabor a derrota abrumaba a dos de los suyos cuando
Jesús los encontró mientras caminaban rumbo a Emaús, una aldea situada a más de
11 kilómetros al noroeste de Jerusalén. El sentimiento de fracaso acompañaba
las conversaciones de estos dos caminantes quienes, aun sabiendo que unas
mujeres no habían encontrado el cuerpo de Jesús y que un ángel les había
anunciado su resurrección, no creían. «Nosotros teníamos la esperanza de que él
sería el que había de libertar a la nación de Israel. Pero ya hace tres días
que pasó todo eso» (Lucas 24.21).
Ni siquiera la presencia física de Jesús fue suficiente
para que de una vez por todas ellos creyeran: «Y cuando vieron a Jesús, lo
adoraron, aunque algunos dudaban» (Mateo 28.17). ¿Y qué tal el caso de Tomás,
mejor conocido como «el incrédulo»? Fue a él a quien Jesús le dijo: «Mete aquí
tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado. No seas
incrédulo; ¡cree!» (Juan 20.27).
Pero algo extraordinario sucedió a aquel grupo de débiles
creyentes y es que Jesús, por medio de sus más de diez apariciones demostró
haber vuelto a la vida. Fue esa experiencia de encuentro personal con el
resucitado la razón de su cambio radical. La resurrección, entonces, pasó a ser
la característica más sobresaliente de la predicación de esos primeros
cristianos: anunciaron la victoria de la vida sobre la muerte; el triunfo de la
esperanza; el comienzo de la vida nueva, y la certeza de nuestra resurrección.
Cristo resucitó. El efecto destructivo de la muerte ha
sido vencido por el poder de la vida otorgada por Dios. El mal y la muerte no
dictan, pues, la última palabra. El reino de Dios ha certificado ser la razón
final de la historia.
Jesús se levantó de los muertos. El mismo que murió en la
cruz abandonó la tumba y está con nosotros. El amor de Dios y su justicia
triunfaron sobre la muerte y la injusticia; también la verdad y la libertad triunfaron.
Su reino se ha inaugurado. ¿Qué nos queda a nosotros sino optar por ese reino y
comprometernos en favor de sus valores? La solidaridad, el amor y el servicio
son los rasgos que identifican una vida resucitada. ¡Vivamos así! «Pues por el
bautismo fuimos sepultados con Cristo, y morimos para ser resucitados y vivir
una vida nueva, así como Cristo fue resucitado por el glorioso poder del Padre»
(Romanos 6.4).
Fuente Sitio desarrollo Cristiano
por Harold Segura
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